Características del teatro isabelino.
El teatro isabelino es un concepto literario -aunque básicamente se aplica al teatro- con el que se hace referencia, principalmente, al conjunto de obras dramáticas escritas y representadas en Inglaterra durante el reinado de Isabel I, que se alargó desde 1558 hasta 1603. Muchos estudiosos, no obstante, alargan este segmento temporal a los reinados de Jacobo I (hasta 1625) e incluso de Carlos I (hasta 1642) dada la manifiesta continuidad de temática y estilo que mostró el teatro inglés durante esas etapas, y que se vio finalmente truncada con la llegada de la Guerra civil y la clausura de los teatros en ese mismo año. En Inglaterra, el siglo XVI trajo el conocimiento y el rechazo del teatro humanista, con la intención de complacer no solo a una minoría de hombres cultos, sino a un amplio público popular.
El teatro isabelino es un concepto literario -aunque básicamente se aplica al teatro- con el que se hace referencia, principalmente, al conjunto de obras dramáticas escritas y representadas en Inglaterra durante el reinado de Isabel I, que se alargó desde 1558 hasta 1603. Muchos estudiosos, no obstante, alargan este segmento temporal a los reinados de Jacobo I (hasta 1625) e incluso de Carlos I (hasta 1642) dada la manifiesta continuidad de temática y estilo que mostró el teatro inglés durante esas etapas, y que se vio finalmente truncada con la llegada de la Guerra civil y la clausura de los teatros en ese mismo año. En Inglaterra, el siglo XVI trajo el conocimiento y el rechazo del teatro humanista, con la intención de complacer no solo a una minoría de hombres cultos, sino a un amplio público popular.
Antes del florecimiento del teatro nacional inglés se advierten dos tendencias predominantes: una de tipo popular, que trataba asuntos religiosos y morales (morality plays, miracle plays) y otra culta, inspiradas en el teatro latino (Plauto y Terencio) y la comedia humanística del renacimiento que se realizaban en los palacios de los nobles.
La consolidación del teatro nacional del siglo XVI se desarrollará mediante una fusión de lo popular y lo culto atendiendo a una temática basada en asuntos históricos, que desarrollan la grandeza nacional y los hechos dramáticos y cómicos extraídos de la vida cotidiana. Entre los autores más destacados están Thomas Kyd, que escribió La tragedia española, una obra especialmente sangrienta que inspiró enormemente a Shakespeare, en particular, en Hamlet y El rey Lear, y Christopher Marlowe, autor de varias obras extraordinarias como El judío de Malta, Eduardo II, Tamerlán el grande y, sobre todo, La trágica historia del doctor Fausto, basado en una leyenda germánica e iniciador de un personaje, Fausto, capaz de vencer sus limitaciones para lograr un objetivo, aunque para ello tenga que debatirse entre las normas religiosas y la afirmación de su individualidad.
En el teatro isabelino no se respetará la preceptiva aristotélica: las tres unidades (acción, tiempo y lugar) serán quebrantadas por la utilización de varias localizaciones y tiempos; no se evitará la aparición de los desagradable, sino que la crueldad y lo sanguinario serán elementos diferenciadores de este teatro, tomando como ejemplo las tragedias de Séneca y se mezclará lo trágico y lo cómico en una misma obra. En cuanto al estilo se siguió una naturalidad llena de ingenio construida a través de la gracia y la hondura en el juego de palabras y se consagró el verso blanco, que imita bastante fielmente el verso latino senequista, liberando al diálogo dramático de la artificiosidad de la rima, mientras se conserva la regularidad de los cinco pies del verso. Esta agilidad del verso confiere a la poesía la espontaneidad de la conversación y la naturalidad del recitado.
A finales del siglo XVI, las compañías de actores comenzaron a establecerse y a profesionalizarse. Durante el reinado de Isabel I de Inglaterra, se construyeron en Londres los primeros teatros públicos y estables. Aconteció un extraordinario florecimiento de autores y compañías que actuaban tanto ante autoridades como para el público corriente en teatros construidos como The Globe o The Blackaffairs. Mientras que el drama renacentista italiano se desarrollaba como una forma de arte elitista, el teatro isabelino resultaba un gran contenedor que fascinaba a todas las clases, haciendo así de "nivelador" social. Acudir al teatro público era una costumbre muy arraigada en la época. Por esto todos los dramas debían satisfacer gustos diversos: los del soldado que deseaba ver guerra y duelos, la mujer que buscaba amor y sentimiento, la del abogado que se interesaba por la filosofía moral y el derecho, y así con todos. Incluso el lenguaje teatral refleja esta exigencia, enriqueciéndose con registros muy variados y adquiriendo gran flexibilidad de expresión.
Era un teatro que funcionaba por compañías privadas y formadas por actores, que pagaban a los autores para interpretar su obra y a otros actores secundarios. Algunos alquilaban el teatro y otros eran propietarios del mismo. Cada compañía tenía un aristócrata, que era una especie de apoderado moral. Sólo la protección acordada por el grupo de actores con príncipes y reyes -si el actor vestía su librea no podía ser de hecho arrestado - pudo salvar a Shakespeare y a muchos de sus compañeros de las condenas de impiedad lanzadas por la municipalidad puritana, ya que aunque el teatro era un espectáculo que congregaba a gran afluencia de público las autoridades religiosas vigilaban la moralidad de estas representaciones que se celebraban a las afueras de la ciudad.
Los edificios que daban cabida a la representación eran construcciones de forma octogonal o circular, hechos de madera, con un patio central a cielo abierto y galerías circundantes. Tenían aproximadamente 25 metros de diámetro exterior y unos diez de altura. El escenario consistía en un tablado dominado por un balcón o galería a la que dio fama varias escenas de Romeo y Julieta. Además, contaba con un proscenio para los monólogos y los exteriores y el fondo era utilizado para los interiores. Una sencilla tela servía de fondo y el cambio de situación se señalaba con un mero elemento indicador, así una rama equivalía a un bosque y un trono a un palacio. La enorme sencillez del decorado dio al texto una importancia primordial. Además, las posibilidades de los dramaturgos se hicieron infinitas, puesto que no dependían de los cambios de los decorados para situar épocas o lugares diversos. La ausencia de los efectos especiales refinaba la capacidad gestual, mímica y verbal de los actores, que sabían crear con maestría lugares y mundos invisibles.
William Shakespeare.
William Shakespeare.
Lógicamente, el principal autor y máximo representante del teatro isabelino fue William Shakespeare, si bien no fue el primero de la larga ristra de dramaturgos que brillaron en esta época.
William Shakespeare supo sacarle todo el provecho posible a la influencia dramática anterior (Kyd, Marlowe) y, con ella, llevar el teatro de su época hacia nuevas cotas, recuperando al profundidad y grandiosidad de un teatro clásico que se había perdido en la época medieval. Lo hizo, además, de una forma verdaderamente innovadora, pues rompió para siempre con las unidades clásicas del espacio, el tiempo y la acción. Se inspiró en autores latinos y británicos, hizo uso de la violencia y de la magia, sacó todo el provecho a los nuevos escenarios isabelinos y jugó con sus personajes alterando la tradicional preponderancia del protagonistas durante toda la obra. La construcción de los personajes shakesperianos se hace a base de complejos conflictos secundarios que llenan la obra de intensas sub-tramas más allá del argumento principal. Los personajes, a su vez, aumentan exponencialmente su profundidad psicológica y, a menudo, se dirigen directamente al público expresando sus pensamientos en forma de intensos y profundos monólogos.
En su trayectoria pueden distinguirse cuatro etapas. A la primera de ellas (hasta 1598 aproximadamente) pertenecen una serie de piezas juveniles en las que Shakespeare se ciñó a las modas vigentes, adaptando los temas al gusto del público. En este período practicó diversos géneros, desde la comedia de enredo (La comedia de los errores) hasta la tragedia clásica de influencia senequista (Tito Andrónico), pasando por el drama histórico (El rey Juan, Ricardo III, Enrique IV) en el que se trata la caída y ascensión de personajes relacionados con la corona con el fin de mostrar acontecimientos que arrojen luz sobre los hechos. Otras obras de este momento inicial, como El mercader de Venecia, La fierecilla domada, Romeo y Julieta o El sueño de una noche de verano, marcan el inicio de una fase de mayor creatividad.
En la segunda etapa shakesperiana, que va de 1598 a 1604, se sitúan las piezas que suelen denominarse "obras medias", caracterizadas por un mayor virtuosismo escénico. Entre las comedias sobresalen Las alegres comadres de Windsor y Bien está lo que bien acaba, mientras que los dramas Julio César, Hamlet y Otelo anuncian ya el período siguiente, conocido como el de las grandes tragedias (1604-1608), en las que Shakespeare bucea en los sentimientos más profundos del ser humano: la subversión de los afectos en El rey Lear, la violenta e insensata ambición en Macbeth y la pasión desenfrenada en Antonio y Cleopatra. La fase final (1608-1611) brilla por su última obra maestra, La tempestad, en la que fantasía y realidad se entremezclan ofreciendo un testimonio de sabiduría y aceptación de la muerte.
Las grandes tragedias Macbeth, Otelo, Hamlet y El rey Lear constituyen espejos del mapa entero de la sensibilidad moderna, ya que se edifican en un mundo, el renacentista, en que la presencia divina empieza a menguar. Por primera vez, la duda frente a la identidad, la vejez, la traición, la ambición e incluso la percepción del mal se muestran en su radicalidad humana. Pero eso no explica su calidad única; sucede que esos caracteres y esos conflictos surgen de una capacidad ilimitada para moldear la palabra en todos los planos. No hay fronteras en Shakespeare: bufones y reyes comparten el mismo rango de problemático diseño, de contradictoria y rica existencia social, verbal y moral. Por eso serán Falstaff, el gordo bufón y soldado presente en varias obras, junto con el viejo rey Lear, dos de los puntos extremos del arco de sus caracteres. En términos generales, lo sublime de las obras de Shakespeare es el retrato de unos personajes a los que se llega a definir con precisión matemática, de forma que esa misma ambigüedad colma su carácter de una extraordinaria riqueza de matices. Por medio de la fuerza del lenguaje, los tipos shakesperianos manifiestan las profundidades de su espíritu y se declaran individuos libres, capaces de elegir su propio destino. En este sentido, su obra es tan moderna y está tan abierta a distintas interpretaciones como El Quijote de Cervantes.
La obra teatral de Shakespeare, tiene gran influencia posterior. Hasta el siglo XVIII, Shakespeare fue considerado únicamente como un genio difícil. A pesar de la controvertida identidad de Shakespeare (hay teorías que afirman que sus obras fueron escritas por otro autor), sus obras fueron admiradas ya en su tiempo por Ben Jonson y otros autores, que vieron en él una brillantez destinada a perdurar en el tiempo. Del siglo XIX en adelante, sus obras han recibido el reconocimiento que merecen en el mundo entero. Casi todas sus obras continúan hoy representándose y son fuente de inspiración para numerosos experimentos teatrales, pues comunican un profundo conocimiento de la naturaleza humana, ejemplificado en la perfecta caracterización de sus variadísimos personajes. Su habilidad en el uso del lenguaje poético y de los recursos dramáticos, capaz de crear una unidad estética a partir de una multiplicidad de expresiones y acciones, no tiene par dentro de la literatura universal.
El carácter del teatro cambió con los reyes Estuardo. Con el desarrollo de teatros privados, el drama se orientó más hacia los gustos y valores de la audiencia de clase social superior. En esta época destaca el auge de las mascaradas costosas representaciones en las que destacaba el uso de la música y la danza, del canto y de la interpretación, dentro de elaborada escenografía, en los que el marco arquitectónico y el vestuario podían estar diseñados por un arquitecto renombrado, para representar una alegoría diferente que halagara al patrón. El creciente movimiento puritano era hostil a los teatros, a los que consideraban pecaminosos por varias razones así que finalmente, la defensa en escena de opiniones políticas contrarias a los puritanos hizo que las autoridades clausuraran todos los teatros en 1642, aunque la actividad teatral continuó años después.
El teatro francés en los siglos XVI y XVII
Antecedentes y características.
El teatro francés alcanzó el cenit de modo coincidente con el esplendor político y militar del país, periodo que empezó tras la Paz de los Pirineos, y que abarca los dos últimos tercios del siglo XVII, época que se llamó Le Grand Siecle. A diferencia de Inglaterra y España el desarrollo del teatro nacional fue tardío y menos popular
En este tiempo Francia se distinguió en el panorama europeo por haber sido la nación donde el teatro que arriba describimos como humanista (recreación de la obras clásicas de Plauto, Terencio y séneca) produjo los mejores frutos y porque París fue el encuentro entre dos tradiciones tan importantes como la italiana Commedia dell´arte y la francesa. Ya en el siglo XVI aparecieron poéticas que marcarán los cimientos de la doctrina clasicista, como la Poetique de Scaliger o el Art de la Tragedie de De la Taille en los que marcaba la línea a seguir en la tragedia (tres unidades (lugar, tiempo, acción), separación tragecia comedia, verosimilitud, etc) en los que se proponen reataurar el teatro clásico de la antigüedad.
Las poéticas francesas adelantan lo que en España florecerá en la segunda mitad del siglo XVIII con la Ilustración. En primer lugar el sometimiento a la razón, entendida esta como pensamiento universal, es decir, aquello en que están de acuerdo todos los hombres y resulta, por tanto, sensato y verosímil; lo racional en este caso se opondría en este sentido al capricho al sentimiento personal o lo fantástico, y equivaldría a lo simplemente humano, prescindiendo de excepciones y gustos particulares. También el estilo evitará toda artificiosidad, exageración o exceso, tan comunes en el teatro inglés y español y se limitará a seguir la máxima naturalidad y sencillez de acuerdo con el objeto de estudiar el carácter del hombre, dándole a su obra un valor moral.
La evolución del teatro francés difiere en parte de la evolución inglesa y española, ya que el teatro de tradición medieval francés se había en tiempos de la Reforma en un evento polémico, por lo que Francisco I prohibió las representaciones sacras. Al margen de un teatro popular representado por saltimbanquis y malabaristas en las plazas de los pueblos, la dramaturgia no se desarrolló conforme a los gustos del pueblo, como es el caso de España e Inglaterra, sino que adquirió existencia al lado de la corte. El monarca y sus cortesanos impusieron las tendencias y la elección de acuerdo con sus aficiones y preferencias. Tal circunstancia favoreció el refinamiento del teatro cómico, que se vio obligado a pulir los atrevimientos tomados de la Commedia dell´arte, y el favor y la protección reales, entre los que destacan Luis XIV y el cardenal Richelieu, le permitieron criticar la moralidad de la Iglesia.
La tragedia francesa. Corneille y Racine.
En cuanto a la tragedia, Corneille y Racine, encontraron un enorme apoyo teórico en el mismo Aristóteles, ya que desde la antigüedad estos preceptos quedaron claramente definidos. A las reglas mencionadas añaden el tono elevado en el tratamiento de los asuntos y los personajes de procedencia noble tomados de la Biblia y la historia antigua o medieval.
Pierre Corneille (1606-1684) fue el verdadero creador la tragedia clásica francesa, con una serie de obras que exaltan dos ideas fundamentales: el principio de autoridad y orden, reflejo de la monarquía de Luis XIV y la preeminencia de la voluntad y la razón humanas contra las debilidades de los sentimientos. Estas intenciones le llevan a sustituir el movimiento externo de la acción por los conflictos racionalizados que se producen dentro de los personajes.
Su primera gran obra es El Cid, inspirada en Las mocedades del Cid, del español Guillén de Castro. El Cid fue criticada por la Academia Francesa, ya que no respeta las rígidas reglas que imponía el teatro clasicista: mantener la unidad de tiempo, de espacio y de acción. Tras esta crítica, sus sucesivas tragedias se atendrán al estilo clasicista: Horacio y Cinna son de ambientación romana y tema político; Polieucto es de tema religioso.
Jean Racine (1639-1699) perfecciona el oficio iniciado por Corneille extremando la pureza de las reglas preceptivas. Sin embargo, se aleja del anterior en un punto básico, el de la pureza de la tragedia, ya que desecha todo lo desagradable de la escena y se decanta por la preeminencia de la razón. Esta concepción purista de la tragedia, que aplicó en obras como Ester o Fedra, incide en un contrasentido, puesto que este género, según los modelos de Séneca y Sófocles tiene como base el poder de las pasiones sobre el alma humana, lo que crea una catarsis o purificación sobre el público
La comedia francesa. Moliere.
Moliere (1622-1673), que contó desde sus comienzos por la protección y el favor real, desarrolló una nueva vertiente de la comedia francesa en la que con una intención satírica condensó los rasgos más característicos de la sociedad de su tiempo mostrando su mezquindad y ridiculez.
En la mayoría de las comedias que escribió recrea vicios y defectos encarnados en personajes que han pasado a ser prototipos universales. Conocedor y admirador de la comedia latina de Plauto, dio vida a una serie de personajes y de debilidades humanas a los que pone en ridículo en sus obras: el avaro amante del dinero en El avaro, el nuevo rico en El burgués gentilhombre, la mujer pedante y pretenciosa en Las preciosas ridículas, el médico de lenguaje oscuro en El médico a palos y en El enfermo imaginario, o la religiosidad hipócrita en Tartufo, que fue prohibida por el arzobispo de París por impía, y La escuela de las mujeres, una apología de la tolerancia y la libertad de educación, fue acusada de licenciosa e inmoral.
De entre ella una de las más conocidas es El avaro, una comedia escrita en prosa, inspirada en La olla de Plauto, que gira en torno a un mezquino burgués viudo, enriquecido con la usura y obsesionado con la posibilidad de ver menguada su fortuna. El tema que aquí se satiriza –la avaricia– no es propio o exclusivo de la época y la sociedad del autor, sino un defecto intemporal que, por ese motivo, consigue mantener plenamente su vigencia en cualquier momento histórico. Es importante también la crítica a los matrimonios de conveniencia y al abuso de la autoridad paterna. El protagonista está aquejado de algún vicio o defecto que hace de él un personaje ridículo; el hijo y la hija (o solo uno de ellos) tienen sus respectivos amores y desean casarse, pero el padre les prepara un matrimonio descabellado y contrario a la voluntad de los jóvenes; finalmente, la intervención de otros personajes y la propia voluntad férrea de los muchachos consiguen desbaratar los planes del necio protagonista.
Normalmente, este esquema habitual sufre transformaciones en cada comedia, de manera que cada una resulta original, puesto que dichas transformaciones se llevan a cabo en función del defecto que aqueja al protagonista. Molière consigue la creación de personajes representativos de un carácter. Como la pasión que lo domina se lleva al extremo, ese personaje adquiere el rango de prototipo universal. El rasgo más característico en el estilo de Molière es la impresión de naturalidad en el lenguaje que emplean los personajes. Se trata de un lenguaje lleno de expresividad y viveza, con un acusado tono conversacional. Significativa es también la observación del decoro poético, según el cual cada personaje se expresa según su condición y nivel.
La comedia francesa jamás pudo separarse de sus innovaciones originales de Molière. Los dramaturgos del siglo XVIII Pierre Marivaux y Pierre Beaumarchais estuvieron siempre en deuda con Molière; Marivaux en el uso de un lenguaje sofisticado y Beaumarchais con sus mordaces sátiras, como lo fueron muchos de los escritores del siglo XIX. Los críticos de la época aun detectan la línea trazada por Molière en la comedia actual, en especial en los autores del teatro del absurdo de los años 50 y en otros movimientos experimentales del teatro contemporáneo.
El mito de Don Juan
Además de los avances técnicos que este dramaturgo proporcionó, destaca la elaboración de algunos mitos de la literatura universal, como es el Don Juan. La leyenda surgió en Europa durante la edad media. En el primer tratamiento literario formal de la historia, El burlador de Sevilla y convidado de piedra (1627) de Tirso de Molina, el promiscuo Don Juan seduce a la hija de don Gonzalo, jefe militar de Sevilla. Después de matar al militar, acude a su sepulcro e invita cínicamente a la estatua funeraria de su víctima a una cena. La estatua recobra vida, asiste al banquete y le devuelve la invitación. De nuevo ante el sepulcro, la estatua atrapa a Don Juan y le arroja al infierno. Hacia el año 1657, la leyenda de Don Juan fue escenificada en Francia por unos actores ambulantes italianos, quienes la representaron en forma de pantomima. Poco después sería dramatizada por Molière, quien estrenó Don Juan o el convidado de piedra en 1665, que toma el personaje de Tirso de Molina y lo convierte en un rebelde frío, analítico y filosófico que se complace de transgredir todas las normas éticas.
La obra es una reflexión sobre el libertinaje y sus excesos en el que el cinismo y la hipocresía del personaje se castigan con la muerte. Ataca fundamentalmente todas las formas de hipocresía, tanto la del devoto Tartufo, como la del libertino y blasfemo Don Juan, capaz de todo para satisfacer sus apetitos. El único defensor de la religión parece ser Sganarelle, el gracioso que acompaña al personaje principal, para quien la religión se parece mucho a la superstición y cuyo papel constituye un punto de humanidad y comicidad a la obra.
Durante el siglo XVIII Goldoni retomó el tema en su Juan Tenorio o el libertino castigado (1734) y el compositor austriaco Mozart compuso con este libreto una de las mejores óperas de todos los tiempos, Don Giovanni (1787).
En el siglo XIX cambió el tratamiento del personaje. Hasta ese momento Don Juan había sido siempre castigado en el infierno por sus pecados, pero a los escritores románticos, como Alexandre Dumas, José Zorrilla o Lord Byron, les fascinó esta figura, atraídos por personajes rebeldes y amantes de la libertad. Byron compuso entre 1819 y 1824 el poema Don Juan en un tono brusco y desenfadado; el escritor francés Prosper Mérimée lo presentó con dos personalidades enfrentadas en Las ánimas del purgatorio (1834), pero es el romántico español José Zorrilla quien realizó la versión más moderna de la leyenda con su obra Don Juan Tenorio (1844), al transformar al personaje fanfarrón e incrédulo en un héroe jactancioso pero de buenos sentimientos que acaba en brazos de su amada (aunque en la otra vida).
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